Sopa “Shata el Arab”
Estábamos fondeados desde hacía 23 días en aquel paraje donde la biblia situaba el paraíso terrenal, en la confluencia de los ríos Tigris y Eufrates , rodeados de aguas parduzcas y orillados a lo lejos por multitud de palmeras, nuestra carga de cemento en sacos aún reposaba en las bodegas y la humedad pegajosa saturaba el ambiente.
En pleno mes de agosto y sin aire acondicionado, en aquel viejo y entrañable cascarón, la búsqueda de rincones frescos y sin moscas terminaba venciendo a nuestra paciencia y salvo los tripulantes de guardia, el resto como salamandras evitábamos cualquier movimiento que acelerara la producción de sudor.
Indefectiblemente la cena se servía a las 6. Aquella tarde la calma era total; afuera el agua brillaba nívea, el salón en penumbra y puntualmente sentados en la redonda mesa todos los oficiales esperaban calmar con una buena comida, el desasosiego y la tensión causados por el calor del pérsico.
Nuestro cocinero un culto uruguayo de aires afrancesados, nos había preparado una sopa fría de un color sospechosamente amarronado, orlada con una tenue espuma y acicalada por verdes bayas que flotaban perezosamente, su frescor en principio impedía apreciar el aroma que aclarase su origen. Javier el discreto camarero, un vasco trotamundos ex jesuita , después de servirla cuidadosamente en cada plato, se limitó a cerrar los ojos tras sus enormes gafas, el menú torpemente mecanografiado solo mencionaba: de 1º sopa “Shat el Arab”. Adelantando mi cuchara, sorbí con precaución el escueto contenido del plateado cubierto, la punta de mi celadora lengua acogió y distinguió con cierto agrado el dulzor acaramelado del hinojo, permitiendo ya engañado y relajado, que en la siguiente toma todo el liquido se extendiera por el paladar, acción que hizo saltar todas las alarmas que los nervios receptores linguales mantienen hacia sensaciones extremas, el denso amargor que me recordaba a las almendras amargas, se disputaba la supremacía sobre el salado bilioso del aceite de bacalao, pero la repugnante y no concluida cata, no tardó en alcanzar como maza de herrero la sensibilidad ácida, al recordarme con ahínco al maracuyá sin madurar, cuyas consecuencias se hicieron notar en la expresión de mi cara, que vi reflejada en la de mis compañeros que prestos a probarla pero aún sin atreverse, me observaban expectantes; yo por no escupir tragué aquel brebaje, y fue en ese justo momento en el que todas mis papilas gustativas se peleaban por llegar presurosas a mis neuronas para comunicar y escapar de semejante tormento, cuando inesperadamente los insufribles condimentos parecieron maridarse de tal forma que como resultado final me ofrecieron una magnífica y fresca sensación a hierbabuena preñada de clavo, que estallaba en mi paladar liberando jugosas y frescas burbujas de puro cacao amoscado ligeramente picante, mi gesto debió mudarse tan repentinamente que los demás comensales no sabían ya a qué atenerse, con impaciencia me hacían indicaciones para que me pronunciara, y yo, sorprendido y sin atreverme a dar un veredicto que a buen seguro sería determinante para que la cena, no se convirtiera en un altercado (y ya se sabe como son los altercados abordo y en esas circunstancias), finalmente rebusqué en la boca lo que parecían dos minúsculos pistachos torpemente atorados en mis dientes y que gratamente inmolados, terminaron de engalanar con deliciosa reminiscencia a almendra tostada las excelencias que aquella extraña sopa me había provocado. Sin pronunciar palabra, levantando la vista, asentí chasqueando la lengua con aprobación, apreté mi labio inferior sobre el que lo cerraba y seguí degustándola. Al poco, gritos desaforados, platos estrellados y maldiciones en varios idiomas me hicieron comprender lo que mi querida madre suele decirme acerca de que mi gustos, no son muy comunes.
Días más tarde el chef fue desembarcado en Khorramsar por locura transitoria y se dice que lo vieron paseando cogido de la mano de un marinero coreano, nosotros tras cargar mineral
de cinabrio emprendimos travesía.
El marmitón un entrañable aldeano gallego elevado a la categoría de cocinero en funciones, nos colmaría hasta Rotterdam de abundante e insípida comida, por lo que aquella variopinta tripulación y especialmente yo, nunca olvidaremos la extravagante pero exquisita sopa “Shat el Arab”.
F.F.