En pocas semanas se van a entregar los Premios Nobel de este año que ya va camino de tocar a su fin. Estos premios se instauraron como última voluntad del propio Alfred Nobel, ya que se sentía culpable por haber inventado la dinamita, puesto que uno de sus principales mercados era la guerra, por todo ello no andaba demasiado contento el amigo Alfred, y junto a sus sobresalientes contribuciones a la humanidad pidió al Club Sueco-Noruego de París en su testamento que se instauraran. Y así fue.
Ha habido personajes de toda índole, grandes científicos, grandes literarios, personajes que gracias a sus creaciones o en ocasiones por sus hechos, han sido merecedores de tan prestigioso premio. Pero en ocasiones, como ocurrió con el actual presidente de los Estados Unidos, se nomina simplemente por intenciones, que luego se pueden llevar a cabo o no. Hay mucha gente en el anonimato que por sus hechos deberían estar ahí, gente que en su día puso en peligro su vida y la de los suyos por salvar la vida a unos cuantos.
Su bondad y humanidad se ocultaba bajo el apodo de Jolanta, quizás no os diga nada ese nombre, su nombre real era Irena Sendler, que a buen seguro a más de uno le sonará su historia. Tras muchos años, ya que en los años de oscurantismo comunista en Europa habían borrado sus hazañas de los libros de historia oficiales y además ella nunca contó a nadie nada de su vida durante todos esos años.
Ya en 1999 su historia empezó a conocerse y fue, curiosamente gracias a un grupo de alumnos de un instituto de Kansas y a su trabajo de final de curso sobre los héroes del Holocausto. En su investigación dieron con muy pocas referencias sobre Irena, sólo había un dato sorprendente, había salvado la vida de 2.500 niños judíos de las garras nazis. ¿Cómo era posible que apenas hubiese información sobre una persona así?, se preguntaban los propios estudiantes. Pero la gran sorpresa llegó cuando tras buscar información sobre la tumba de Irena, allá por el 2007, descubrieron que no existía tal tumba, lo que significaba que aún vivía.
Era una anciana de 97 años que residía en un asilo del centro de Varsovia en una habitación donde nunca faltaban ramos de flores y tarjetas de agradecimiento procedentes del mundo entero.
Cuando Alemania invadió el país en 1939, Irena era enfermera en el Departamento de Bienestar Social de Varsovia, el cual manejaba los comedores comunitarios de la ciudad.
Creció huérfana desde los siete años pero con los buenos consejos que su padre le dio y que los llevó a cabo incluso costándole casi la vida. “Ayudar siempre al que se está ahogando, sin tomar en cuenta su religión o nacionalidad” y “Ayudar cada día a alguien tiene que ser una necesidad que salga del corazón” eran las máximas con las que esa enfermera creció y se enfrentó a los nazis en pleno holocausto. Ante el miedo de los propios soldados alemanes a que entrara el tifus en todos los campos de exterminio nazi, permitían a los polacos entrar en ellos para evitar que dicha enfermedad pudiera apoderarse de ellos. Una de estas enfermeras era Irena y cada día sacaba algún niño escondido en todo tipo de lugares, como cajas de herramientas, ataúdes, sacos, etc.
Tal perfecto era su plan que incluso adiestró a su perro para que ladrarán sin descanso ante su paso por delante de cualquier soldado alemán. De este modo no permitía a los soldados escuchar ni los llantos ni los quejidos de los niños que en ese momento pasaban escondidos entre los bártulos de Irena, así hasta más de 2.500 niños.
Un día los soldados se enteraron de sus hazañas, capturándola y torturándola para que confesase tanto el paradero de alguno de los niños como que delatase a sus colaboradores. Irena era la única que conocía el nombre y las direcciones de las familias que albergaban a los niños judíos, estando todos esos datos dentro de un frasco de cristal enterrado debajo de un árbol de una vecina suya.
A pesar de romperle los pies, las piernas y un sinfín de torturas que hasta el día de su muerte tuvo como secuelas, a Irena jamás pudieron romperle su voluntad por lo que la condenaron a muerte. De camino a su fusilamiento era custodiada por un soldado que le permitió escapar, por lo que nunca fue fusilada, pero si apareció como fallecida por el pelotón de fusilamiento, lo que le permitió cambiar de identidad y seguir ayudando pero ya desde la sombra.
Al finalizar la guerra, la misma Irena desenterró y le entregó el frasco de cristal con las notas al doctor Adolfo Berman, el primer presidente del Comité de Salvamento de los Judíos Sobrevivientes, para que se buscase a todos esos niños y sus familias, pero lamentablemente la mayor parte de las familias de los niños habían muerto en los campos de concentración nazis. En un principio los chicos que no tenían una familia adoptiva fueron cuidados en diferentes orfanatos y poco a poco se les fue enviando a Palestina.
¿Por qué no se le da el Nobel a gente como Irena? ¿A caso no se merecen un premio más que otros galardonados por solo sus intenciones?.
Irena, aquí tienes mi modesto “Nobel” , aunque te lamentarás hasta el día de tu muerte de que podrías haber hecho más. ¿Te parece poco?
Nacho Cigalat
nacho.cigalat@yachtsinmotion.es