Nunca entendemos porqué las personas humanas pueden llegar a engañarse tanto como para pensar que se lo están pasando bomba cuando han tenido que sufrir miles de retenciones, andar kilómetros, y más kilómetros hasta encontrar un hueco en la arena, comerse un bocadillo a media vela y meter los piecitos, en algunos casos patitas, en el agua oscura con millones de personas al unísono. Eso, cuando no se bañan enteros que luego para encontrar el grupo en la oscuridad, sogas y gente, porque de noche todos los gatos son pardos, si hay miopía de por medio, vienen a ser turbios, más aún cuando los felinos van medio desnudos.

Vamos, que nos podemos ir a casa con personas que no conocemos de nada.

El caso es que a pesar de todo esto, en la noche de San Juan, año tras año, sienes y sienes de seres salen como locos en dirección a las playas, cuando pueden mojarse los pies igual en su casa tranquilamente.

Casi nunca nos ha gustado esa noche, será porque somos de interior o porque odiamos las aglomeraciones, pero las veces que nos han empujado a vivir la mágica velada, "como toca", pues la verdad, es que no hemos encontrado ninguna satisfacción. Recordamos aún la primera vez que desde luego nos marcó.

Por aquella época nos hacía una ilusión bárbara, estábamos encantados, en aquel autobús abarrotado, oliendo a humanidad, con nuestro bocadillo y nuestro bote. Además, lo íbamos a vivir en pareja, que para nosotros entonces ya era lo más. El caso es que después de un tormentoso recorrido entre arena, cascos de botellas y gente desquiciada, nos sentamos, nos comimos el bocadillo, nos bebimos el bote y por fin llegó la hora. Volamos hasta el agua, totalmente dispuestos a solicitar el deseo de rigor.

Nosotros pedimos el amor eterno. La otra parte debió de pedir todo lo contrario, porque aún está corriendo y nos dejó a los dos días. Así que después de comprobar que al santo no le caemos nada bien, ya nos lo pensamos a la hora de celebrar esta famosa noche y sobre todo, nos cuidamos muy mucho de pedirle deseos.