Tropiezos
¡Esa puerta!
Avirul, 15/04/2005
Tenemos un serio problema con las puertas. No se llevan bien con nosotros. Desde que éramos unos renacuajos miopes ya no había manera de entrar en un establecimiento sin que nos pillasen los dedos, nos dieran con ellas en las narices y un mar de sucesos que hacían presagiar lo que vendría después. En todos los centros comerciales la misma historia: nunca entramos por donde se abre la puerta. Nunca. Siempre por las coyunturas. Nos hemos pegado cada guarrazo para alegría del resto de los consumidores, que nos entra un complejo de rompetechos incalculable, porque el resto del mundo entra y sale con decisión, sin mudar el rostro, que parecen reyes. Los dueños las ponen por eso. A lo mejor nosotros odiamos estos locales porque como sentimos como topos, pues ya desde la entrada nos disgustamos con el mundo, aunque en este caso las escaleras mecánicas también tienen parte de culpa, pero ése es otro tema.
Luego, no hay día que subamos al coche que no se nos caiga la puerta encima, tanto que ya tenemos la pierna con la muesca hecha. Esto sí que nos da rabia porque además de lo imbéciles que parecemos, nos hace un daño impresionante y, a pesar de los pesares, la puerta se volverá a balancear la próxima vez y volverá a arremeter contra nuestra mullida pierna.
Y no os quiero ni contar la que se lía cada vez que entramos en uno de esos molinillos asépticos de cristal que sirven como puerta de gran postín en diferentes instituciones, hospitales u hoteles. Éstas sí que nos dan miedo porque, primero, para entrar parecemos “Chiquito de la Calzada” (tres horas pensando “no puedorrr jarrr”) y, cuando nos decidimos, más vale que no coincidamos con nadie en nuestro reducido espacio rodante porque es tal nuestro impulso para entrar que no nos hacemos cargo de las consecuencias. Y para salir, no veas, días y días dando vueltas antes de decidirnos a poner un pie fuera.
La última, nos ocurrió en un restaurante muy pequeño y cool: la puerta que daba al miniservicio estaba biselada en negro, toda mona ella. Entramos sin ninguna dificultad pero, al salir, fue abrir la puerta y oír “¡raaas!”. El bisel era una especie de plástico pegado al cristal que se despegó totalmente al contacto con mi persona. Aquello era una fiesta. Desde la persona que me acompañaba hasta los camareros, pasando por los cuatro comensales más que había (menos mal), todos muertos de la risa y nosotros allí en medio, viéndolas venir, con toneladas de plástico negro encima.