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Desestibar el derecho de sangre
Guillermo Torán Enguídanos
VM, 07/01/2025

Aunque han pasado ya doce meses desde su jubilación, Manuel López todavía guarda en el maletero de su coche el chaleco amarillo con el que cruzaba a diario las puertas del Moll de Ponent. El sol dorado del atardecer, empieza a teñir las inmensas grúas del puerto de Valencia que tan pequeñas resultan desde la distancia. En su salpicadero se apoya, como una pieza más del coche, la tarjeta que le dio acceso al puerto durante casi dos décadas. Otra vez más, frente a las puertas de ingreso, su mirada se intensifica y al colocar la tarjeta en el lector, el caos del puerto parece pararse por un segundo. Un segundo que parece eterno. El lector se ilumina de verde y así, como si nunca se hubiese marchado, se levanta la barrera que le permite volver a a casa. "Soy estibador portuario, aunque esté jubilado, lo sigo siendo", afirma con certeza.

A pesar de haber dejado el trabajo de estibador, la familiaridad de los muelles y las grúas le dan la bienvenida como si nunca hubiera partido. El eco de las máquinas y camiones parece seguirlo mientras conduce por las carreteras del puerto como si él mismo las hubiese construido. “Esto es como una ciudad. Es mi ciudad”.

Ya no tan lejos, las grúas se alzan. Imponen. Decenas de camiones continuan su rutina diaria.

El aire salino, cargado de humedad, se mezcla con el ruido metálico del puerto. Manolo avanza a paso firme. Teclea un código y atraviesa las puertas giratorias de barrotes de hierro. La pantalla de asignación está ahí detrás, nunca se apaga. El puerto no descansa. Las grúas no paran. “Igual entras de 08:00 a 14:00 que de 14:00 a 20:00, de 20:00 a 02:00 o de 02:00 a 08:00”, recuerda Manolo. “En este trabajo los horarios son, no sé cómo decirte, un poco complicados porque te trastornan todo. La vida de fuera ya te cambia, no es un trabajo de oficina, aquí es de lunes a lunes”. A veces se trabaja de mañanas, otras de noches, fin de semanas... El puerto no entiende de festivos ni de domingos, entiende de coordinación, de turnos rotativos, de lo impredecible. “Un día estás descansando y al siguiente, estás trabajando de madrugada", apunta.

El ritmo del puerto sigue siendo el mismo. El trabajo del estibador es claro, conciso. En la mente de Manolo aún resuena la instrucción estándar: “Este contenedor va a la pila 61”. Una frase que definía su jornada, un día tras otro, y así durante años. Todo tiene que estar medido, no hay margen para improvisar, es una coreografía milimétrica. Una danza de máquinas, grúas, camiones, barcos y trabajadores que debe ejecutarse a la perfección, porque si hay un error, un único error, el puerto se detiene. Al final, el puerto no es solo un espacio de maquinaria y comercio, sino también uno de esfuerzo humano.

“El equipo humano del puerto, está compuesto por más de 400 profesionales que se encuentran entre los mejor capacitados del sector”, como subraya la Autoridad Portuaria de Valencia. Un equipo que se transforma en familia. “Dentro de lo que cabe, somos familia, coño, que aquí cuando hemos tenido que ir a luchar, hemos ido a luchar todos, atrás no se ha quedado ninguno. Esto es familia, es otro mundo y lo que te cuenten ahí fuera, olvídate”, asevera Manolo. “Mis compañeros, son compañeros y familia. De verdad. Es bonito el tener una familia aquí dentro”.

El puerto no solo moldea a la familia que se crea de verjas hacia dentro, sino también a la que espera en casa. Mientras Manolo se reajusta el chaleco amarillo recuerda este equilibrio. Esta dualidad de cariño y sacrificio. Este ring de boxeo donde combate el trabajo con la familia, lo personal con lo profesional: “Mi mujer se amoldó a los horarios y a lo que hacía, lo llevábamos bastante bien. Pero no siempre puedes decir ‘oye, mira, el domingo que viene tenemos la comunión de tal’. Porque yo no puedo ir. Ya no puedes quedar con amigos, no se puede hacer un plan fijo. Tienes que estar disponible 24 horas al día. Pero es una forma de vida. Es mi vida”.

Para Manolo el puerto trasciende lo laboral: “El puerto es una madre, una madre que te cuida, que te da estabilidad. Tengo que defender mi trabajo, porque este trabajo es el que nos da de comer a esta casa, a mis hijos y a mi mujer. El trabajo siempre lo he tenido presente y es lo primero siempre”.

Pero esa madre no perdona. La lluvia, el sol, el frío, el calor, el riesgo constante... son el costo inevitable de quienes dedican su vida a ella. “Es una profesión que es un poquito esclava. Un trabajo que es muy bonito, porque es muy bonito, pero también tienes que tener mucho cuidado. Puede ser peligroso”, confiesa Manolo.

“Mi padre tuvo dos accidentes muy graves en el puerto. La primera, le cayó un gancho de una grúa en la cabeza. Tuvo conmoción cerebral. Se salvó. Y otro día, mi padre volvió a casa antes de la hora del trabajo. Pero no nos dijo nada. Solamente se acostó, que no se encontraba muy bien, dijo. Mi madre se asustó y le insistió. No tenía herida, pero le dolía el oído. Se le había roto el tímpano. De ese oído quedó completamente sordo”. La voz detrás de estás palabras, de estos recuerdos, es la de Pilar Gimeno. A sus 68 años, Pilar conserva una memoria impecable, capaz de trasladar cada anécdota como si estuviese ocurriendo en ese instante.

Mientras se acomoda en la silla de madera de su cocina, con una copa de vino blanco en la mano y su mirada que enmarca los recuerdos, tiñe el ambiente de un aire íntimo. De un aire acogedor, casi confesional. Mueve la mano, como si así midiese el peso de las tragedias que vivió su padre. Con su voz, ronca por el rastro de años de tabaco, y a través de sus gafas redondas transparentes, refleja las palabras e imágenes que guarda en su memoria.

Pilar repasa su infancia como quien abre un álbum de fotografías sellado por el tiempo, donde cada recuerdo se cubre con motas de polvo casi perfectamente colocadas. "Mi madre siempre estaba preocupada, alterada. No existía el teléfono que ahora todos llevamos; si mi padre no llegaba a la hora...", dice. Respira hondo. La frase se corta como si las palabras necesitasen un momento para encontrar su orden. Para llegar.

Serafín Gimeno era su padre. Había dedicado toda su vida al puerto. Su trabajo como estibador era en esos tiempos en los que aún dependía del cuerpo más que de máquinas. Pilar sonríe.

Recuerda ese uniforme. “Llevaba una especie de caperuza larga para que los sacos y todo lo que cargara no le rozara la cara. Porque todo iba aquí, al hombro”, cuenta mientras señala su cuello. “Ellos se ponían el peso aquí y con la cabeza, el hombro y la mano iban transportando los sacos, las balas. Lo que fuera. Descargando o cargando. Y bueno, luego llevaba una faja.

Totalmente apretada para los riñones, porque estar trabajando 8 y 10 y 12 horas era muy doloroso. Y pantalones en invierno. Pantalones de terciopelo. Sí, pantalones muy típicos valencianos”. Un uniforme de lucha contra el peso y el tiempo.

A medida que Pilar narra su historia y la de su padre, su tono de voz mengua, susurra. El trabajo en el puerto llena de incertidumbre cada hogar, cada familia, cada rincón de la casa.

"Recuerdo una vez que estaba metida en una salita pequeña con la luz apagada para que mi madre no me oyera. Mi madre estaba paseando de un lado al otro de la casa diciendo: ‘Mi marido se ha matado. Mi marido se ha muerto porque no ha venido a comer y sabiendo cómo soy, si no ha venido es porque se ha muerto. Sus hermanos ya han vuelto a casa. Ha tenido un accidente con el coche’", explica Pilar. Su madre deambulaba con los nervios a flor de piel. Ella se hacía cada vez más pequeña en el rincón de esa habitación oscura devorada por la misma angustia. El miedo crecía, se hacía inmenso. “Era tanto lo que mi madre dijo que cuando yo oí el ruidito de las llaves de mi padre en el rellano, me levanté como una loca, abrí la puerta y como los monos me enganché a su cuello”. Esboza una sonrisa, que se desvanece y se convierte en una mirada de melancolía. “Pero mi pobre madre no lo podía soportar,” inhala, “cogió la enfermedad de los nervios”.

Esa "madre" no solo era dura con quienes trabajaban ahí. También lo era con las familias que dependían de ese trabajo. Vivían intranquilas. Viven. Serafín había tenido bastantes encuentros con la muerte que justificaban cada segundo de preocupación. Tuvo que retirarse antes de tiempo. El puerto dejó huella y tras años de exposición al sol le provocó cáncer de piel. Pilar recoge cada anécdota y muestra que el puerto no solo carga barcos. No solo huele a hierro y a sal. El puerto tiene mucho más. Carga esperanza, miedos, familia. Huele a sudor, sangre, sacrificio y resistencia. Carga vidas.

“Lo que conlleva ser un estibador portuario no lo sabe nadie. Saben que nos vestimos de amarillo, que tenemos buenos coches. Pero eso no nos lo han dado. Lo hemos trabajado. La gente piensa que nos regalan el dinero pero hay que saber lo que un estibador sacrifica. Si la empresa lo paga es porque puede pagarlo”, dice Manolo con una mezcla de orgullo y gravedad.

Las historias de peligro no son anécdotas, son rutina. Cada jornada es un vis a vis precario entre la maquinaria y el humano. Entre el clima y el trabajador. El puerto no perdona errores.

No perdona a los distraídos. Tampoco a los desprevenidos. Cada detalle es importante, porque los errores son graves. Un error, a veces, puede ser incluso irreparable.

“Ahí, un trompazo que te pegues con hierro es una raja de un brazo o una caída... si te caes abajo ya se acabó la vida pa’ ti”, señala Manolo. Su relato es claro. Trabajar en el puerto es más que un oficio. Es una prueba constante de resistencia. El riesgo está en las máquinas.

Está en el suelo, en las esquinas, en el día a día que resulta inofensivo hasta que deja de serlo. Las tareas más simples pueden transformarse en tragedia. “Hay veces que estás tan tranquilo poniendo tochos, o quitándolos –esos aparatos para ensamblar contenedores– y no has puesto bien el tocho o te ha pillado un dedo y el gruero tira pa’ arriba. Cuando tira pa’ arriba se lleva tu guante, tu dedo; se lo lleva todo. El gruero no lo ve. No puedes decir nada, no te va a oír”, alerta.

Pero los riesgos van más allá de simples errores humanos. El viento, el frío. Las noches de lluvia, de aire. Todo resbala, el frío paraliza. “En un turno de noche en invierno, si te mueves, bien. Ahora, si no tienes faena porque en ese momento no hay, te quedas helado no, lo siguiente”, rememora esos gélidos momentos que vivía. “Estás deseando que llegue la hora pa’ venirte a casa y pegarte una ducha de agua caliente”. El frío cala los huesos, el aire hace que todo tiemble, no hay respiro.

Manolo siente orgullo, pero también respeto. Uno de los episodios más impactantes que relata fue cuando una grúa colapsó. Cayó con la ligereza de un castillo de cartas sopladas por el viento. “En el puerto de Valencia creíamos que las grúas no caían y sí que caen. Salió el barco y le dio a la pluma de la grúa. El gruero estaba dentro, empezó a desplomarse y de alguna forma amortiguó. Cayó escalonadamente y eso le salvó la vida”, se le entrecorta la voz y se encoge como si el recuerdo aún pesase. “Es un trabajo que te da mucho, pero también te quita mucho.

Tengo dos hernias. El frío, el esfuerzo físico, el que te agaches, cojas un tocho, lo pongas, quieras o no, todo eso repercute. Pero si tuviera que nacer otra vez nacería estibador”.

Porque estibador se nace. Se nacía. El trabajo en el puerto era una de esas tradiciones no escritas. Un acuerdo implícito. Un pacto silencioso que se escuchaba a voces. Durante décadas, la estiba se transmitía de padres a hijos. Un contrato social que aseguraba la continuidad en el puerto de las familias. Familias del puerto. “Mi padre empezó a los 15 o 16 años ya a trabajar, porque en el puerto, entraban a trabajar hijos de los que ya son trabajadores”, aclara Pilar, “mi abuelo trabajaba en el puerto, tuvo cuatro hijos y los cuatro trabajaron en el puerto. Y luego, mis primos. Hombres, no mujeres. Todos han trabajado en el puerto”. Dinámicas aprendidas.

Sin cuestionar.

“La familia de mi mujer ha sido toda portuaria. Sí que es verdad que mi padre estuvo trabajando de peón plaza, pero hizo más fuerza lo de mi mujer”, asiente Manolo. Hasta finales del siglo XX había una única opción: la estiba estaba reservada como un legado tácito que no se podía aprender. Solo vivir. El trabajo pasaba de mano en mano como testigo mudo que solo entendía de generaciones. Aunque había una bolsa de trabajo, esta era mínima. No fue hasta 2014 que este sistema endogámico y exclusivo, en el sentido más literal de la palabra, comenzó a desplomarse. El Tribunal de Justicia de la Unión Europea, en su sentencia C-576/13, declaró ese diciembre que el modelo de la estiba de España violaba las normativas europeas de libre competencia. Consideró que la “Sociedad Anónima de Gestión de Estibadores Portuarios (SAGEP) no permitía recurrir al mercado para contratar al personal a menos que los trabajadores propuestos por la SAGEP no fuesen idóneos o fuesen insuficientes”. Un mecanismo que favorecía un monopolio familiar y restringía el acceso a toda una sociedad.

Como respuesta a esta sentencia, en 2017, el Gobierno aprobó el Real Decreto-ley 8/2017 que cambió el paradigma del sector. Se abrió una compuerta. Ese monopolio familiar había quebrado y la contratación empezó a equilibrarse. Pasó a ser una selección pública y competitiva. El “derecho de sangre” se convertía en una reliquia de antigüedades. En ese diciembre de 2014, el sector ancestral empezó a congelarse. Se avanzaba como una marea que arrasaba a cada paso.

Los apellidos tampoco influían a todos del mismo modo. Pilar Gimeno recuerda con claridad, mientras se sonríe. "Mi padre trabajó toda su vida allí. Pero para las mujeres, no existía esa opción, ni mi hermana ni yo lo pensamos. Estábamos viviendo en una época donde la mujer no era nada", relata con resignación, pero con firmeza, una verdad que no necesita explicaciones.

“Ojalá hubiéramos tenido la suerte de que, por lo menos, hiciese falta gente en las oficinas del puerto. De que dijesen que ahí iban las mujeres. Pero ni eso. También hombres,” afirma.

El puerto era un reino cerrado, con leyes no escritas. Un reino donde la fuerza era esa corona que legitimaba a los varones. Las hijas, desde la sombra, observaban esas injusticias. “Pero contra la ley estábamos luchando. Por la igualdad”, dice Pilar sin amargura y con claridad.

El fin de la herencia familiar supuso un terremoto para las familias. Las familias crecían con un futuro asegurado. Los apellidos influían. Las conexiones más. Funcionaban como credenciales de acceso. Un acceso selectivo. Uno segregado. Ya no. O no tanto. Las exigencias son mayores. Las pruebas, específicas. La competencia, abierta. La gente, diversa y plural. Una nueva etapa. Nuevas vidas.

Era un día de emociones encontradas. 4 de agosto de 2009. Los nervios le invadían durante un instante, solo para dar paso al entusiasmo en el siguiente. Pepa Ferrandis caminaba bajo el sol de Valencia con los nervios a flor de piel. Había trabajado de todo: desde pinche de cocina hasta cajera, pasando por secretaria. En la inmensidad del puerto, el constante movimiento y los ruidos metálicos llenaban el espacio. “El primer día lo recuerdo con nerviosismo y entusiasmo a la vez. Cuando entré y vi todo lo que era esto me impuso bastante. Una cosa es verlo desde fuera y otra cosa es estar aquí dentro rodeada de tanta maquinaria”, recuerda Pepa. “Fue una jornada intensa y muy instructiva”. Ese día la vida de Pepa Ferrandis cambió.

Fue una jornada de aprendizaje rápido, de adaptación forzada. Un bautismo de fuego, porque cada segundo contaba para asimilar que desde ese momento toda operación dependía de ella. Tenía que estar perfecta. Sin contratiempos.

El puerto no intimidó a Pepa. Lo que había sido durante años un mundo de hombres, cada vez daba más la bienvenida a la otra mitad del planeta. El puerto estaba muy presente en su vida, al final, vivía en el barrio de Natzaret, la unión del puerto con la ciudad. “Me enteré que había una selección de personal para entrar en la bolsa de empleo, entonces, me saqué los carnets de camión y tráiler y me inscribí para la selección de personal”, según rememora Pepa. “Estuve casi 10 años en bolsa hasta que pasé otra selección para optar a un puesto fijo en 2016”.

Conforme pasan los años, la presencia de las mujeres en el puerto aumenta. Ya no es un trabajo de hombres. Según el estudio “Mujeres en mundos de hombres” de las sociólogas Marta Ibáñez, Elisa García y Empar Aguado, la estiba portuaria refleja la realidad de muchas profesiones. Refleja a la mujer como “intrusa” en el mundo del hombre. Refleja cómo la estiba ha sido un trabajo donde la entrada de mujeres ha sido obstaculizada durante décadas. Tal y como afirman, “en el Puerto de Valencia, en 2016 eran cerca de 200 las mujeres que se encontraban ejerciendo la profesión. Aproximadamente el 10% del total”. La entrada de las primeras mujeres al puerto marcó un antes y un después en la historia. No fue hasta 1998 que se incorporó la primera mujer en la estiba del Puerto de Valencia. La primera de muchas. O no tan muchas. Ellas lucharon por hacerse un hueco en este mundo donde, como afirma Empar Aguado, “recibieron presiones para que abandonaran y cedieran sus candidaturas a maridos o hermanos”. Fueron ellas quienes abrieron el camino. Ellas soportaron comentarios, miradas y bromas incómodas. Un reflejo de resistencia de un sistema que no aceptaba que ya había dejado de ser un mundo exclusivo de hombres. “Ellas son las que soportaron a estos que se creían que era un trabajo exclusivamente para ellos. Ellas, con su esfuerzo y profesionalidad, nos han abierto las puertas de la igualdad a la que hemos llegado ahora”, reconoce la estibadora Pepa Ferrandis.

La estiba transformó su vida. Manejar maquinaria pesada, la coordinación del equipo, y la capacidad de adaptarse a los turnos rotativos le han enseñado y le siguen enseñando capacidades que jamás imaginó tener. “En lo personal este trabajo me ha permitido conocer cualidades que no pensé que tenía, me ha dado confianza en mí misma y me ha hecho ver que puedo desempeñar funciones que de no ser por este trabajo jamás hubiese creído que podría hacer”, asiente Pepa. Ella reconoce que este camino no está exento de desafíos. Las mujeres, en los últimos años han demostrado que no se trata tanto de fuerza física, sino más bien de destreza y de profesionalidad. “A quienes todavía piensen que la estiba no es un trabajo para mujeres les diría que nada más lejos de la realidad, de hecho, el incremento de mujeres en el puerto va en ascenso y cada día es más normal ver a una mujer llevando un camión, una grúa, dirigiendo una operativa. Porque no es cuestión de sexo, ni de fuerza física sino de destreza y profesionalidad y para eso no importa si eres hombre o mujer”, enfatiza. Pepa, en cada maniobra, en cada contenedor que carga o descarga, reconoce la huella de las pioneras que, como ella, han demostrado que el puerto, su puerto, es también un lugar para todas.

Cuando los últimos rayos de sol acarician las grúas, el puerto suspira. Se oye calma. Las grúas maquinan, los engranajes susurran, el mar golpea contra los muelles. Recuerdos se crean y viven entre los que cruzan cada día esa verja. La mirada de Pilar se pierde en ese bosque de recuerdos de su pasado que se entremezcla con su presente y resulta aún tangible. La humedad del aire, el olor del metal caliente, la sal incrustada en las barandillas oxidadas.

Camiones que trasladan contenedores levantan el polvo. Un remolino flota y a través de él brillan los últimos segundos de sol. Un atardecer anaranjado tiñe el horizonte. Un horizonte con grúas que no paran. Parecen gigantes mecanizados con brazos interminables. Un movimiento perpetuo donde cada trabajador, cada familiar, cada persona que lo vive, deja su huella. No duerme. No hay día festivo para el mar, ni una noche de descanso para el muelle.

Cada contenedor apilado guarda historias de esfuerzo, sueños y sacrificio. Cada marca en el cuerpo del estibador —las manos curtidas, ásperas y cuartadas del frío— es testigo de ese trabajo. De toda una vida. De una identidad. Porque aunque ya ha pasado más de un año desde que se jubiló, Manolo aún guarda ese chaleco amarillo que le permitía traspasar aquellas puertas del Moll de Ponent.


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