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Lunes, 03 de febrero de 2025


Sepulta femina HIC DORMIT SEPULTA FEMINA
Juan Esquembre, 25/09/2007

Dentro de la austeridad del románico, los sepulcros, los epitafios y las inscripciones dan testimonio de la importancia que ya en la Edad Media tenía el negocio de la salvación eterna.

Nobles que legaban enormes extensiones de tierra y productivos fundos; caballeros que donaban el precioso botín de guerra; castas esposas que aportaban su contribución al culto y a levantar esplendidos monasterios; todos ellos eran enterrados en las Iglesias, construyéndose capillas para su descanso y recibiendo del clero la garantía de felicidad en la otra vida para toda la eternidad.

Siempre he sentido, por otra parte, curiosidad por el tratamiento y la práctica de la sexualidad en los conventos. No creo, pues, que el placer esté reñido con Dios y mucho menos cuando hay personas que dedican su vida o buena parte de ella a glorificarlo con la oración, con la liturgia y con la privación de una buena parte de los bienes materiales.

Dentro de mi interminable búsqueda, y de visita a uno de los monasterios del románico tardío, me llamó poderosamente la atención un precioso sepulcro, entre un conjunto de doce; tallados en piedra blanca; desgastadas las aristas por el paso del tiempo; y todos con el nombre, el título, el año de fallecimiento y una corta referencia a la vida devota del difunto Sólo uno, el que llamó mi atención, no tenía grabado el nombre, ni el año de fallecimiento, ni consideración alguna sobre la vida de su morador. Solamente se leía “Hic dormit sepulta femina” (Aquí duerme una mujer sepultada).

Aquel encuentro despertó mi curiosidad y me propuse averiguar quién había sido aquella mujer dormida.

Después de una interesante e intensa consulta bibliográfica, conversaciones con personal al servicio de la conservación del monasterio y notas caligráficas de algunos monjes cistercienses, pude constatar que aquella mujer dormida era Blanca Gómez de Castrogeriz, muerta a la edad de veinticinco años.

Debió ser una mujer atractiva y hermosa, de pelo rubio y lacio que todavía conservaba intacto cuando, después de siete siglos, abrieron su sepultura.

Hija de un humilde villano, se enamoró y enamoró perdidamente al entonces Abad del monasterio para el que su padre contribuía con su trabajo.

Cuenta la leyenda que el Abad, enloquecido por su muerte prematura, quiso enterrarla en la Iglesia para procurarle la felicidad eterna.

Hoy, un sepulcro anónimo, intemporal y la sola referencia a una mujer dormida, son el único testimonio de lo que fue una bonita historia de amor apasionado por la que un monje murió después de haber encontrado el cielo en esta tierra.

Juan M. Esquembre Menor