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Tropiezos
Dulce despertar
Imagino que muchas personas sufrirán los mismos horrores que nosotros todos los días en el transporte público, pero es que en ciertas ocasiones no nos gustaría llevar la nariz puesta.
Las personas humanas es que no se huelen antes de salir de su casa o a diferencia de nosotros, tienen ese sentido atrofiado porque si no, no podemos entender cómo es posible que esos seres puedan vivir todo el día con ellos mismos. Además, los problemas olorosos no sólo los tiene una determinada clase social, son universales, no distinguen de estatus social, ni de colores, cualquier hijo de vecino puede llevar dentro un "oloroso".
De buena mañana hay personas humanas que van pregonando a los cuatro vientos que su cuerpo serrano no ha visto el agua en días, e incluso me atrevería a decir semanas o meses. Con lo encajados que vamos en las horas puntas, llegamos anestesiados con tantos olores mezclados. Aunque a veces ir tan encajados viene bien sobre todo si hemos tenido la suerte de dar con un conductor Kamikazee. De repente estas ahí sujeto, haciendo equilibrios con todas las legañas puestas y en dos segundos nos encontramos nosotros, nuestras legañas y un susto de cuidado, cómodamente sentados encima de la señora del fondo. Cómo has llegado hasta allí, es un misterio, aunque el freno, que va a ser de mano, del autobús tiene mucho que ver. No le encontramos otra explicación que la mala baba. Aunque la señora no se queda corta en cuanto a jugos gástricos se refiere porque si nos choca lo de los malos olores, lo que ya escapa de nuestras entendederas son aquellos que desde bien temprano sueltan bichos por la boca y su aura es más negra que el humero. Cómo es posible que nosotros no alcancemos ni a cogernos bien de las barras, estemos en estado de duermevela que en muchos casos se prolonga hasta bien entrado el mediodía, que hay que decirlo todo, y la gente suba al autobús a las siete de la mañana con esa mala leche. La señora se puso como un basilisco y no crean que le hecho la bronca al conductor. No señor, hasta nuestra parada tuvimos que aguantar la charla a 1.000 decibelios y las miradas de todos los pasajeros clavándose como cuchillos en nuestro rollizo esqueleto. Ni legañas nos quedaban cuando llegamos al trabajo. |
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