Hoy tenemos uno de esos días en los que mejor no habernos levantado, aunque cuando ponemos el pie en el suelo después de dormir plácidamente no sabemos aún ni este dato, ni cuanto nos vamos a arrepentir de habernos despertado.

Antes de salir de casa nos llevamos un pequeño sobresalto que se convierte a los pocos minutos en un susto mayúsculo cuando después de haber revuelto la casa nos damos cuenta definitivamente de que hemos perdido la cartera con todas las tarjetas, todos los carneses habidos y por haber, las tarjetas de la Seguridad Social y en definitiva media vida. Llamamos histéricos para que nos anulen todas las tarjetas, llamamos a la policía para hacer la correspondiente denuncia y llamamos al supermercado dónde estamos seguros haberla perdido. Ahora recordamos el momento exacto en el que salimos de este establecimiento, de cómo llevábamos colgada la mochila a la espalda y de cómo se había quedado la cartera en una de las cajas. Al poner las cosas en bolsas nos habíamos olvidado de guardar la cartera, y allí se quedó la pobre, no por mucho tiempo, por desgracia.

Esta claro que no la vamos a recuperar y hacemos un repaso mental de la cantidad de trámites y papeleos tendremos que emprender desde hoy. Todo un mundo de quebraderos de cabeza que comienzan para nosotros.

De pronto, suena nuestro teléfono y al otro lado nos habla una voz que nos resulta muy familiar, es la persona humana, nunca bien ponderada, que comparte hogar con nosotros. Nos comenta con toda la tranquilidad de la que es capaz, que es mucha, damos fe, que nos hemos dejado la cartera... en casa.

Hay que ver lo mal que estamos. Lo hemos anulado todo innecesariamente, nunca más podremos volver al supermercado donde nos hemos puesto la mar de pesados insistiendo cansinamente para que buscasen hasta debajo de las piedras nuestra cartera y todo un cúmulo de circunstancias totalmente innecesarias, si estuviéramos más finos de vista y de la cabeza.